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Los chalecos amarillos
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Desde hace semanas cientos de miles de franceses se han echado a las calles de París y otras ciudades del hexágono portando el chaleco amarillo que les da el nombre y manifestando su rechazo a las políticas del presidente Macron.

La chispa que encendió el fuego a mediados del pasado noviembre fue la creación de un nuevo impuesto "ecológico" sobre el carburante, que habría de entrar en vigor el pasado 1 de enero y que finalmente el gobierno de Edouard Philippe ha pospuesto para el año que viene. Sin embargo, la retirada de la medida fiscal no hizo sino reavivar un fuego que llevaba años fraguándose al calor de las políticas neoliberales de privatización, exención fiscal para grandes empresas y empobrecimiento de las clases medias.

El pirómano no es otro que el caricatural Macron, que ha declarado una guerra abierta a los trabajadores franceses a través de la acción legislativa que le permite la constitución de 1958, más visible por su desdén al mundo del Trabajo, que se trasluce por gestos, actos, discursos y poses, por otro lado, estudiados al detalle por una cohorte de “enarcas”.

Desconocido para el gran público al inicio de las elecciones presidenciales de 2017, la joven criatura de los Rothschild se abrió paso por la izquierda ante un Partido Socialista fragmentado pero, sobre todo, carente de credibilidad tras el rescate del sector financiero del presidente Hollande, y después de que le sacasen un asunto de corrupción ‒por contratar a su mujer como secretaria‒ al favorito en las encuestas, Fillon, que hizo que dimitiese poco tiempo antes de las elecciones.

A diferencia de los tradicionales partidos de masas de la V República con un amplio apoyo social, el partido La República en Marcha (LREM) fue montado con vistas a ganas las elecciones de 2017 con apoyo financiero del gran capital. En la segunda vuelta, el ya conocido cordón sanitario se ciñó de nuevo sobre el Frente Nacional (FN) como ya ocurriera en 2002.

Como un enfermo terminal, Francia consiente a su letal celador el suministro de cuidados paliativos que le conducen lenta pero inexorablemente a su desaparición como estado-nación. La revuelta de los chalecos amarillos no es sino el último gemido de un moribundo.

Lo que en un primer momento comenzó como cortes en carreteras, apertura de barreras de peaje o sabotaje de radares de circulación, cristalizó en las calles de la capital y otras ciudades con protestas multitudinarias que dejaron impactantes imágenes de manifestantes enarbolando la tricolor protegiendo la llama al soldado desconocido bajo el arco del triunfo después de desalojar a los antidisturbios.

Como movimiento social se hace difícil de momento una radiografía exacta de la composición de las protestas, aunque si se puede sacar su negativo:

Los partidos parlamentarios del régimen del 58 han sido excluidos, o por lo menos, ninguno ha conseguido capitalizar las protestas. Principalmente el FN ha salido favorecido colateralmente en las encuestas, posicionándose entre una llamada al orden y legitimando las protestas.
Ni la CGT, ni demás sindicatos llamados de clase, como tampoco ninguna rama del sector productivo han aprovechado la coyuntura para presionar al gobierno. La obediencia supina del sindicalismo al capital ya no puede asombrar hoy día a nadie.

La sociedad civil, tan aclamada por los liberales para derribar regímenes desde la Polonia de Jaruzelski a la Libia de Gadafi, ha brillado por su ausencia. “Lgtbistas”, feministas, antirracistas y toda la pléyade de asociaciones que viven del fisco han demostrado, a quien todavía conservase alguna duda, que no sirven sino a sus intereses individual-gremiales y no al conjunto de la sociedad como tienden a afirmar.

Finalmente, si las protestas han sido imitadas tímidamente en algunos países vecinos, ninguna institución supranacional ha exigido medidas al régimen francés como se hiciera en Siria. Un muerto por un tiro de granada, 14 tuertos, cientos de heridos y más de seis mil arrestos, armas automáticas y una gran parte de los funcionarios sin uniformes ni placas de identificaciones, como si de matones se tratase. Todo ello no ha bastado para organizar manifestaciones de repulsa frente a embajadas francesas, ni huelgas de solidaridad.

En definitiva, los trabajadores europeos debemos sacar las siguientes conclusiones a partir de los episodios ocurridos en Francia en las últimas semanas:

El estado-nación es el único resorte existente y viable para la emancipación de los trabajadores del gran capital. Instituciones supranacionales como la UE, ONU o construcciones teóricas como la internacional obrera no son realidades operativas para los intereses de los trabajadores. Solo en el marco jurídico y social de un estado-nación podemos los españoles, y el resto de europeos, encontrar espacio para el desarrollo y defensa de nuestros intereses.

A nivel económico global se constata la siguiente contradicción: cada vez un mayor porcentaje de población tiene acceso a bienes y servicios casi ilimitados y, sin embargo, la desigualdad en el reparto de las riquezas nunca había sido mayor. Esto último conduce a la transformación de las homogéneas sociedades europeas de clases medias a sociedades bipolares multiculturales, donde el acceso al mercado de bienes y servicios no solo como productores sino como consumidores produce una solidaridad transversal entre segmentos de población económicamente cada vez más alejados pero que comparten espacios y opiniones (feminismo, homosexualismo, comunitarismos, religión...). En este contexto, las protestas sociales espontáneas carecen de una estructura orgánica propia, lo que les conduce irremediablemente a su extinción bien a través de la integración en el propio sistema (como fue el caso del 15M a través de Podemos) o bien a su disolución.

La revuelta de los chalecos amarillos estaba condenada antes de nacer, pues no existe en Francia una vanguardia revolucionaria que pueda conducir a los trabajadores franceses a la conquista del Estado.

La tarea actual y urgente de los españoles, y del resto de europeos, es la construcción de un estado mayor de la revolución que llegado el momento transforme una revuelta en una revolución política y social.

Sin partido de vanguardia, no hay revolución. Sin revolución, no habrá Europa.